Y un día te topas con Delibes. Entras en un pueblo, ni siquiera es una aldea, apenas un puñado de casas mal remangadas. De esas que te miran bizcas, con ventanales espachurrados, desparramadas patas arriba por la llanura. Por ahí andan hombres con boinas. El herrero sigue echándole leña a la fragua, para que carbure. Hay mozas, rapaces, con las vidas igual de estrechas que sus callejuelas. En la taberna, la única del poblado, a veces se arman trifulcas, demasiado vermú o pacharán o lo que sea, y entonces el calentón. Las manos salen, macizas, disparadas como balas, de esas que te tumban de un sopapo, y te dejan tieso, con la cara al cuadrado.
Esos pueblos los hemos conocido. Todavía existen. En verano por ahí hay romerías, y de vez en cuando se sacan a hombros la virgen y los santos a pasear. Incluso algunos tienen de esos cielos estrellados que de chiquillos mirábamos apabullados, sin saber nada de Van Gogh. Todavía las llanuras atraviesan los valles, y arriba sigue el sol plantándole el morro entre las entrepiernas de las colinas. Esos pueblos también existen en otros países, a menudo son más frondosos, e igual de vacíos que los nuestros, más lamidos que ningún otro por las sequías. En Francia escritores como Michon, Bergougnioux o Lafon no han dejado de escribir sobre ellos. Esos autores desaparecerán también, engullidos por el (de)sastre, pero, al igual que Delibes, su escritura quedará. Y entonces nos enteraremos de esos conglomerados de prados, de parcelas, de caseríos, de esas manchas dispersas por las llanuras, que siguen existiendo, dónde nadie ya nos espera, ni sueñan con nosotros.
Por aquí y allá, un puñado de castaños, de eucaliptos color nata, y la noche que llega, y se sube la mantilla, se la echa encima sobre los hombros. Aquí no hay rachas de ruido. Los coches no berrean. Apenas se escucha, de vez en cuando, el zumbido de una eólica y, más allá, en el fondo, el tren de alta velocidad, que pasa disparado, atraviesa la nada de un balazo. A veces miramos hacia arriba y también nos mareamos con tantas estrellas por ahí sueltas, colgando como si fueran jabugos. Los trenes, pues, ya no pitan, apenas hay estorninos, ni siquiera riachuelos que estornudan. Todo se ha encogido, todavía más. Ya no se divisan rebaños, avanzando a trompicones por una cambera y tampoco quedan mañanas foscas, huesudas, ni plañideras para gimotear.
Y eso pasa en nuestros libros, lo mismo. Se han ido vaciando. Las frases se han encogido, las palabras se han hecho más toscas, apenas tienen trueno, ni muerden, ni ladran. Ahora escribimos cada vez más como de andar por casa, con la bata puesta. Ahí estamos en la tasca despachando un pésimo tinto, sin alegría. Cuando nos cruzamos con algo de estilo, algo un poco más bravucón, lo soltamos, vaya a ser que la cornada nos deje malherido. Dejamos que los balcones se queden infestados de geranios fáciles, que a izquierda o a derecha, miremos donde miremos, todo huela un poco a cuadra.
Y si nos topamos, de morro, con algún verbo, o, peor, con alguna frase rellena de salpicón, nos damos la vuelta, lo dejamos, embuchados, atónitos por habernos encontrado con palabras descarnadas como estipendio, esmirriado, como si fueran pájaros emparejados, canarios con jilgueros, verderones con gorriones, en vez de ser de pura raza, palabras bravas y sencillas, que ni brillan, ni tampoco muerden. Pero un día entramos en un Delibes con palabras duras y maduras, bien hechas, con los pechos bien macizos, de esas que te alegran a primera vista. Frases llenas de orondas, con plazas cubiertas de boñigas y guijos, con fuentes de dos caños, que escupen al suelo, abren sus tijeras.
La comarca donde nos adentramos está repleta de ellas. No tienen desperdicio. Varga abajo está el campanario, y alguna que otra casa más, encalada a lomo de monte. Esas palabras a veces son toscas, sin bondad. Nos hemos alejado de ellas, como si hedieran a boruga o a cuajada. Ya no les hacemos arrumacos ni carantoñas, las hemos apartado, porque preferimos vivir con jovenzuelas, de verso liso, de piel afilada, palabras cortas, sencillas, sin cañón ni culata, que no hierren, que apenas saben. Ya no llevamos patillas de bandolero, lo que más nos gusta es la cotilla, irnos de labios, berrear. Así de plató en plató, de televisión en televisión, de congreso en congreso, como si la pantalla fuera un matadero, arrasamos los campos, a golpes de esperpento. Ya no necesitamos las tabernas para las trifulcas, nos enzarzamos hasta los muñones, a garrotazos.
Y los libros, paqué, ni valen para el mole. Si tienen estilo, es que son secos como la cucaña, son páramo. Los que no tienen narración los dejamos baleados en la cuneta. Ni siquiera llegan al altar porque ahora lo que de verdad importa es que la novia tenga el culo bien respingón, que sepa de nalgas y de redes, que tenga muchos seguidores, y si posible arrase, abrase, se lleve por delante a todo el rebaño. Y ahí están los premios, con las narices bien desarrolladas, olfateando la guindilla, si la tiene tiesa o blanda, si habrá superventas, mareo, un pico en el morro o un chapuzón de labios, repleto de avispas. Las ventas no se disparan con frases que se estiran, de las que se enroscan, y mucho menos con palabras alambicadas, de las que traen de cabeza.
Y ahí siguen las frases, tiesas y erguidas, listas para tronar. Con sus bustos secos, con sus caderas escurridas, nos miran. La literatura sigue, pase lo que pase, con la necedad artificial, con los algoritmos que harán que un día solo comamos papillas, leamos apenas, y cuando lo hagamos que el estilo sea pegajoso, que las frases sean simplonas, las palabras del montón. Nada de meterse en trincheras, de colarse por la rejilla. Nos quedaremos con el misal en el brazo, velos en la barbilla, y miraremos el tiempo pasar, como si los libros fueran aldeas, de otros tiempos, algún que otro torillo que se escapó de una ganadería que ya ni existe, o apenas en algún librillo, perdido por la estantería.
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