Hace dos años, Putin se disponía a rematar la tarea iniciada en 2014 para colocar definitivamente a Ucrania bajo la órbita rusa, con una operación relámpago que depondría a Zelenski y colocaría en su lugar a un títere manejable. Contaba con que las tropas ucranias apenas opondrían resistencia y la comunidad internacional aceptaría el hecho consumado limitándose a las vacuas condenas tradicionales.
Ucrania, por su parte, se enfrentaba a un reto existencial y con el sorprendente liderazgo de Zelenski daba muestras cívicas y militares de que estaba dispuesto para el combate. Mientras tanto, Washington, tras haber contribuido irresponsablemente a desequilibrar aún más el orden de seguridad continental, veía la ocasión de empantanar a Moscú en una dinámica bélica, degradando a un rival estratégico gracias al sacrificio ucranio, sin tener que implicarse en el combate directo.
Hoy, Putin ha arruinado su imagen de fino estratega, acumulando errores que solo se explican por la iluminada burbuja de irrealidad en la que debe estar instalado y Rusia se ha dejado por el camino su imagen de superpotencia militar. Tanto la planificación como la ejecución de sus acciones militares ―desde el fracaso de la operación aerotransportada y mecanizada para tomar el aeropuerto de Hostomel y entrar a la fuerza en Kiev, hasta la imposibilidad de lograr aún hoy el dominio del espacio aéreo― muestran deficiencias estructurales derivadas tanto de la corrupción como de la falta de profesionalidad y autonomía táctica de los mandos intermedios.
Por el contrario, Zelenski se ha convertido en un referente central, tanto ante su población como ante el mundo, y sus fuerzas armadas son probablemente la maquinaria militar más operativa del continente. Resulta asombroso cómo han logrado asimilar tan rápidamente un material y unas técnicas de mando y control cada vez más sofisticados, hasta el punto de recuperar buena parte del terreno inicialmente controlado por sus enemigos, poner en jaque a la flota rusa del mar Negro sin contar con una armada propia y ampliar progresivamente sus ataques en pleno territorio ruso superando sus defensas antiaéreas. Entretanto, a Washington le ha bastado con emplear apenas el 5% de su presupuesto de defensa, y movilizar a sus aliados europeos para que asuman buena parte de la carga en favor de Kiev, para debilitar hasta el extremo a Rusia y, de paso, hacer negocios vendiendo gas y armas a sus propios aliados.
En todo caso, más allá de la demostrada creatividad de los militares ucranios para aprovechar cada oportunidad, logrando ventajas tácticas e incluso obligando a Rusia a adoptar una actitud defensiva, el paso del tiempo va imponiendo su dictado. La contraofensiva lanzada en junio no ha logrado cortar el corredor terrestre que une a Rusia con Crimea y ahora Moscú parece en condiciones de sacar ventaja de los apuros ucranios ante la falta de munición artillera y material de refresco. Aun así, Rusia está lejos de lograr sus objetivos.
Y si ahora su situación no es peor, es, sobre todo, porque su superioridad demográfica y la represión de su ciudadanía le concede a Putin margen sobrado para seguir enviando más carne de cañón al matadero ucranio, asumiendo pérdidas que ningún gobernante democrático podría sostener. A eso se une su habilidad para aliviar el impacto de las sanciones y su mayor potencial económico e industrial para soportar una guerra larga.
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Mirando hacia adelante es inmediato concluir que Ucrania hará todo lo que esté en sus manos no solo para resistir, sino para vencer a Rusia. Lo que queda por ver es si quienes lo apoyan están en esa misma onda. Porque es muy distinto respaldarlo “todo el tiempo que sea necesario” ―limitándose a evitar su derrota, alimentándolo gota a gota― que ayudarlo a lograr la victoria, entregándole la munición y el armamento (aviones F-16, misiles ATACMS y Taurus) necesario para ello. Hasta hoy prevalece la primera opción, impuesta por Washington y Berlín, por el temor a que Rusia decida responder contra países de la OTAN o escale el conflicto hasta el nivel nuclear. Un dilema estratégico en toda regla.
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