Coincidieron en casa de la poeta Edna St. Vincent Millay al norte del estado de Nueva York y permanecieron juntas durante cuatro décadas. “Da igual que conozcas a alguien desde hace más de cuarenta años, da igual que hayas trabajado y vivido con esa persona; no lo sabes todo. Yo no lo sé todo, sé apenas un puñado de cosas que me dispongo a contar. M. tenía voluntad y chispa y seguramente demasiada empatía con los demás; era rápida de palabra y no soportaba la necedad”, escribió Mary Oliver sobre su pareja, Molly Malone Cook, en el arranque de Nuestro mundo (Ediciones Comisura).
El libro fue escrito y publicado en Estados Unidos en 2007, dos años después de la muerte de Malone, pero no se trata de una elegía. Es un texto lleno de vida y ternura, que da cuenta del encuentro y la vida que construyeron estas dos mujeres en la zona de Cape Cod, concretamente en Provincetown (Massachussetts). “M. era estilo, era una soledad antigua que nada lograba quitarle; era una gran conocedora de las personas, de los libros, de las emociones de la mente y el corazón”, continúa el retrato que traza la poeta Oliver de Malone, fotógrafa, librera y agente literaria nacida en San Francisco en 1925.
El perfil intercala las imágenes en blanco y negro que tomó Malone por Europa y Estados Unidos a mediados del siglo XX, algún poema y apenas unos breves extractos del diario de la fotógrafa. “Nos interesan los libros raros, aquellos que están entre una cosa y otra”, defienden desde el sello Comisura al final del volumen en un texto-alegato.
Oliver había llegado a la casa de St. Vincent Millay con apenas 17 años, fascinada por los versos y la figura de la poeta que ya había fallecido. Allí vivían la hermana de Edna, Norma, y su esposo, y con ellos se quedó varios años, según cuenta en Nuestro mundo, antes de instalarse en el bohemio West Village de Manhattan, Nueva York. Tiempo después regresó de visita y allí encontró a Molly. “Fue verla y caer rendida, perdidamente enamorada”, escribe. Aún tardarían un tiempo en forjar su relación e instalarse en Provincetown, la pequeña localidad en la costa donde la intrépida Malone había abierto una galería de fotografía, la VII Photographers Gallery, que comercializaba imágenes de Berenice Abbott, W. Eugene Smith o Ansel Adams, además de Edward Steichen. Este último, en unos años en los que una galería de fotografía resultaba algo insólito, le preguntó si era rica o es que estaba loca. “Rica no soy”, parece que le contestó Malone. El escaso éxito de su proyecto impulsó su siguiente negocio: una librería.
Oliver falleció en 2019 a los 83 años. Más de medio siglo antes, en 1963, publicó su primer poemario y alumbró una prolífica carrera en la que gozó del favor del público y la crítica y obtuvo premios como el Pulitzer en los ochenta y el National Book Award en los noventa. Su sencillez y elegancia, su capacidad de observación y sensibilidad se centran en Nuestro mundo en Malone y en su vida en común: “Fue complicado, porque en invierno no había turismo y poca gente compraba libros, pero M. hacía y revelaba fotografías, yo escribía poemas en la mesa de la cocina, y éramos jóvenes”. La naturaleza, el bosque y la playa que tanto marcaron la poesía de Oliver son el telón de fondo de su aventura vital en un enclave que permitía a parejas como ellas gozar de libertad. Artistas como Robert Motherwell y John Waters formaban parte de su círculo.
Una enfermedad pulmonar alejó a Malone del cuarto oscuro donde revelaba sus fotos y, por ende, de la fotografía en general. En los setenta montó una agencia literaria y representó, entre otros, a Oliver. Antes había trabajado como asistente “profesional y personal” del tempestuoso Norman Mailer. Esa historia y otras muchas, como el romance Malone con la dramaturga afroamericana Lorraine Hansberry, la gran amiga de James Baldwin y Nina Simone, que murió de cáncer a los 35 años, sobrevuelan el elegante retrato de Oliver. También están recogidas en el libro las fotos que de ellos tomó Molly, pero sus nombres no aparecen deletreados en los recuerdos de la poeta.
El carácter impulsivo y la fuerza de Malone traspasan la página, también la poderosa conexión que las unió. “Solíamos despertar antes de que clarease el cielo, preparábamos café y dejábamos que nuestro cerebro pusiera en movimiento nuestras lenguas. Terminábamos agotadas y emocionadas”, describe Oliver. “Fue una conversación de cuarenta años”.
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