Raúl García (Madrid, 65 años), el primer animador español empleado por Disney, respira su pasión por la animación. Su casa en la capital española — donde vive la mitad de su vida, cuando no está en su hogar de Los Ángeles ― está llena de muñecos, desde los variopintos personajes del Studio Ghibli hasta Mickey Mouse, pasando por figuras de la película suiza La vida de Calabacín (2016) o folioscopios (libros que se animan cuando se pasan las hojas). Él mismo viste una camiseta con las caras de Mike Wazowski y Sullivan, personajes de Monstruos, S.A., a la hora de hacer esta entrevista. Lleva más de 45 años animando. Aladdín (1992) fue su primer crédito en la fábrica de los sueños, pero en su filmografía se pueden encontrar títulos como Hércules (1997), ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), Tarzán (1999) o Jimmy Neutron (2001).
García está lleno de anécdotas, es una memoria parlante de la historia de la animación de las últimas décadas. El juguetero malo de Toy Story 2 (1999) tiene su rostro, diseñó las hienas de El rey león (1994) y fue el primer español que trabajó con Hayao Miyazaki. Hace poco publicó su nuevo libro, Manual del artista de storyboard (La Cúpula), en el que defiende el guion gráfico por secuencias como elemento básico para cualquier historia. Además, prepara su nueva película, El violinista, su tercer largometraje después de El lince perdido (2008), por el que ganó el Goya a mejor animación, y Cuentos extraordinarios (2002).
Pregunta. ¿Cuándo supo que quería ser animador de dibujos?
Respuesta. Desde que tengo uso de razón copiaba con papel y lápiz los dibujos de la televisión, me parecía algo mágico. Con ocho o nueve años pensé que lo mismo que había doctores y abogados, tendría que haber una profesión de hacer esos dibujos animados que a mí me gustaban. Según iba creciendo intentaba hacer animaciones con la Super 8 que había en casa. A los 18 años decidí estudiar cine en la Universidad Complutense porque era la carrera que más tenía que ver con lo que quería hacer. Tuve mucha suerte porque cuando tenía 19 me enteré de que había un estudio de animación en Madrid, Filman, donde hacían trabajos para Hanna-Barbera (Los pitufos, Los Picapiedra), me presenté con mis dibujos y me contrataron, me quedé ahí ocho años.
P. ¿Cuáles eran esos primeros dibujos que veía y copiaba?
R. En España había una serie que se llamaba Disneylandia, donde salía Walt Disney explicando sus creaciones. En alguna ocasión especial pusieron cómo se hacían los dibujos animados y me acuerdo grabarlo con un casete y ponerme constantemente el audio para descifrar el misterio de cómo se hace animación.
P. ¿Cómo dio el salto a Disney?
R. Disney era mi héroe, mi dios, hacia largometrajes y yo quería hacerlos. Tuve la oportunidad de trabajar en uno con Filman: Katy, la oruga (1983), que se coprodujo con los estudios Moro de México. Desde ese momento me convertí en un animador trashumante, trabajé en dos largometrajes de Asterix y Obélix en París, donde conformamos una especie de invasión de animadores españoles, estuve en La vuelta al mundo de Alvin y las ardillas (1987), donde tuve un primer contacto con los animadores míticos de Disney en EE UU por tres meses y después la terminamos en Corea. Volviendo de Corea a Madrid me leí ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y me enteré que Touchstone [extinto sello de Disney] iba a adaptarla; entonces, en la escala que tenía en Londres, decido quedarme ahí y presentarme a la película, me aceptaron. Ese realmente fue mi comienzo de la relación con Disney. Después llamaron a todos los animadores, yo incluido, que estuvieron en esa película para hacer La sirenita (1989). En aquel entonces, España acababa de entrar en la Unión Europea y la cuestión de la visa era complicada, se tiraron dos años de papeleo y no pude integrarme en la película. Llegué a trabajar a Los Ángeles en 1991, a la mitad de La bella y la bestia y en el inicio de Aladdín, donde me encargué del genio de la lámpara.
P. ¿Cómo era el ambiente de trabajo en Disney?
R. Entré a principios de la década del 90, en la segunda edad de oro de Disney, cuando habían comenzado a producir una película por año y el ritmo era agitado. Hay filmes donde trabajo desde el concepto hasta el final y en otros donde estoy como soldado de trinchera, para ayudar. Ayudé a acabar El rey león (1994) y en Pocahontas (1995) estuve desde el principio. Así estuve los 10 años que trabajé en Disney. Tenía la presión de estar en un estudio con 80 años a sus espaldas, en películas que iba a ver todo el mundo, y estar a la altura de las escenas míticas que me impactaron de niño, desde Pinocho bailando hasta Mickey en Fantasía (1940). Una cosa que me chocó bastante era que Disney era una oficina, yo venía de trabajar en proyectos donde se almorzaba, cenaba en el estudio y tú te organizabas con tu tiempo. En Disney, la gente llegaba a las 9 y a las 18.01 ya no había nadie. También tenía la losa de ser el primer español, cada vez que se abría la puerta de mi oficina pensaba que era alguien que me iba a decir: “Tú eres español, vacía la papelera”.
P. ¿Por qué lo dejó?
R. Todo ese tiempo, con tanta creatividad alrededor, no pude dejar de pensar en ideas y en hacer películas que irían a parar al cajón de filmes que alguna vez haría. Disney empieza a crecer exponencialmente porque todo mundo se quiere apuntar al caballo ganador, de los 16 animadores que trabajamos en Aladdín pasamos a ser casi 80 en Tarzán. En la producción empieza a entrar gente de Broadway que no entiende la animación tal como es, y no entiende que un animador puede ser un buen artista de storyboard o diseñador de personajes. En Aladdín iba a las sesiones de grabación con Robin Williams, en Tarzán los actores eran un mundo aparte, empecé a ver esta desconexión y a sentir que me transformaba en la simple rueda de un mecanismo. La fórmula se empezó a agotar y era el momento de buscar nuevas cosas, intentar hacer mis propias películas.
P. Es difícil pensar que ningún español haya estado en Disney en sus primeros 70 años.
R. Disney era muy cerrado. De hecho, cuando empezamos a llegar los primeros europeos, teníamos un bagaje cultural de personajes como Astérix, Lucky Luke, Spirou, que en Disney ni sabían que existían. Hasta 1966, cuando muere Walt Disney, la compañía era muy cerrada a influencias externas. Uno de los primeros europeos que llegaron ahí fue Andreas Deja, que ayudó a que Disney se abriera y se dejara influir. Para conseguir una visa de trabajo tenías que pasar por el Sindicato de Animadores, que era muy exclusivo.
Cada vez que se abría la puerta de mi oficina pensaba que era alguien diciéndome: ‘tú eres español, vacía la papelera”.
P. ¿Cree que se ha superado el prejuicio de que la animación es para niños?
R. Estamos en ello. Se trata de romper ese estigma de que la animación es para niños. Animación no es un género, es una técnica. Los japoneses esto lo saben bien y lo tienen muy asumido. Uno de los proyectos que estamos haciendo desde el año pasado es una película para Netflix en la que se utiliza la animación para contar la historia de Charles Manson. Vals con Bashir (2008) y La tumba de las luciérnagas (1988) fueron también antecedentes importantes de una “animación madura”.
P. ¿A qué le atribuye este boom de la animación española con presencia en festivales?
R. Hay un montón de escuelas de animación y el mundo de los videojuegos ha ampliado el campo de esta técnica. La animación es eterna, atemporal, dime qué otra película de la década del 30 se ve como Blancanieves (1938). Además se pueden contar historias que en imagen real serían muy difíciles. En películas como Avatar, La guerra de las galaxias o Los vengadores te das cuenta de que las fronteras entre animación e imagen real están muy diluidas.
P. Recomiende cinco películas animadas que todo el mundo debería ver.
R. 101 dalmatas (1996), El submarino amarillo (1968), Mi vecino Totoro (1988), Cuando el viento sopla (1986) y el cortometraje El hombre que plantaba árboles (1987).
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_