Al novelista francés Pierre Lemaitre hay que entenderlo, y Clovis Cornillac no lo ha comprendido. En la letra de sus novelas, y seguramente en los folios de sus guiones que adaptan sus propias novelas, hay historias lo suficientemente interesantes como para hacer buenas películas. Pero la clave está en el tono, complicado tono el de Lemaitre, que pasa en un santiamén de lo grave a lo liviano, a veces entroncando con la tragicomedia y hasta con la comedia negra, y siempre de la mano del folletín, del que es un ilustre defensor. A ese tono hay que otorgarle unidad cinematográfica: en la puesta en escena, en el ritmo de montaje, en el fraseo de los intérpretes, en su modulación física. Justo lo que hizo Albert Dupontel en la estupenda Nos vemos allá arriba (2017), adaptación de su novela galardonada con el prestigioso premio Goncourt, y justo lo que no ha hecho Cornillac con Los colores del incendio, segunda entrega de la trilogía bautizada como Los hijos del desastre. En ambas, la traslación a guion es del propio Lemaitre, pero la primera era más que notable y la segunda, en cambio, es decepcionante.
Solo hay que ver los primeros 20 minutos de Nos vemos allá arriba para comprobar la perfecta cadencia entre el texto en off del narrador protagonista, las acciones en pantalla y el montaje de estas; el fascinante paso entre lo absurdo y lo heroico de las conductas de sus personajes en las trincheras de la Primera Guerra Mundial; la ruinosa desesperación en los rostros de sus criaturas. En cambio, ya en el primer tercio de Los colores del incendio, cada intérprete parece ir por su lado, sin entender del todo a esa familia de banqueros protagonista, que parece casi siempre dramática pero también, por momentos, paródica.
París, 1929. Durante las exequias de un poderoso financiero enterrado con honores casi de jefe de Estado, el nieto del potentado intenta suicidarse lanzándose desde la ventana de su mansión hasta el ataúd de su referente. Cae justo encima y queda medio muerto y hemipléjico. En ese acto de los primeros minutos de la película de Cornillac ya hay que ajustar bien las tonalidades para que no parezca un disparate. Y lo parece, entre otras cosas, por esa horrenda cámara lenta a destiempo. A partir de ahí, con Léa Drucker en una composición dramática y Olivier Gourmet en una paródica como paradigmas del desequilibrio tonal, Los colores del incendio se desarrolla como una ambiciosa aunque fallida epopeya histórica del periodo de entreguerras, en la que tiene tanta relevancia la política —con Hitler y el nazismo al fondo— como la economía y el periodismo. Un fresco histórico y romántico, al tiempo que relato de venganza de una mujer masacrada por los que la rodean, casi a la manera de El conde de Montecristo, quizá el gran referente de su espíritu popular.
Superproducción con escenarios de lujo, nominada a los premios César al mejor vestuario y diseño de producción, Los colores del incendio nunca acaba de lucir a causa del academicismo ramplón de la puesta en escena de Cornillac, actor de amplia carrera (aquí interpreta a uno de los secundarios), en su segundo trabajo como director. Así, la reivindicación de lo novelesco por parte de Lemaitre, de la aventura, del entretenimiento, de la literatura popular y del sentido lúdico de la historia, se despliega sin la garra necesaria para enganchar. Y lo que queda es un producto mustio y anticuado en el peor sentido de la palabra, sin el exultante poder de la narración con el que el escritor francés ha conquistado a sus numerosos lectores.
Los colores del incendio
Dirección: Clovis Cornillac.
Intérpretes: Léa Drucker, Benoît Poelvoorde, Alice Isaaz, Olivier Gourmet, Fanny Ardant.
Género: drama. Francia, 2022.
Duración: 136 minutos.
Estreno: 3 de enero.
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