A finales de mayo de 1741, el barco ruso San Pedro salió de la península de Kamchatka para explorar el norte del océano Pacífico. Su capitán, llamado Vitus Bering, era un explorador danés que ya había liderado anteriormente una exitosa expedición que proporcionó conocimientos nuevos sobre la geografía del este de Siberia. En esta segunda ocasión, Bering fue más ambicioso y se puso el objetivo de desembarcar en la costa de Norteamérica. En menos de dos meses, el San Pedro llegaba con éxito a Alaska, cumpliendo con sus objetivos.
En agosto emprendieron el regreso a casa, pero la vuelta no resultó tan fácil como la ida. Fuertes vendavales alargaron el trayecto más de la cuenta y llegó un punto en que la tripulación empezó a enfermar y morir, principalmente de escorbuto. Los pocos que quedaban en forma no eran suficientes para manejar y reparar el barco.
A principios de noviembre, se vieron obligados a desembarcar en una isla desierta, donde no había ni siquiera árboles. Construyeron cabañas con los troncos que llegaban a la deriva y las velas de los barcos, pero muchos tripulantes no consiguieron sobrevivir al invierno. Entre ellos se encontraba su capitán Bering, quien fue enterrado en esta isla que actualmente lleva su nombre.
En la tripulación viajaba un naturalista alemán de 32 años llamado Georg Wilhelm Steller. Sus compañeros de barco lo describían como un intelectual bastante crítico, observador y trabajador, con el que a veces se hacía difícil convivir. Por aquel entonces, aún no se sabía que la causa del escorbuto era la falta de vitamina C, pero Steller tenía conocimientos de botánica que le ayudaron a mantenerse con buena salud. Probablemente, los tés que preparaba para él y algunos de sus amigos le salvaron de morir de escorbuto y le permitieron trabajar.
A bordo de esta expedición, Steller se convirtió en el primer científico en poner un pie en Alaska. Actualmente, se le conoce como uno de los grandes pioneros de las ciencias naturales de la zona por sus nuevas descripciones de especies como el arrendajo de Steller (Cyanocitta stelleri).
Durante el naufragio en la isla de Bering, también documentó por primera vez la existencia de la vaca marina de Steller (Hydrodamalys gigas), el mayor sirenio del que se tiene constancia. Gracias a este animal, la tripulación sobrevivió durante nueve meses en la isla alimentándose de su carne, pero no le devolvimos el favor. Este animal ya forma parte de la larga lista de especies exterminadas por el ser humano.
Los sirenios son, junto con los cetáceos, los únicos mamíferos totalmente acuáticos. Actualmente, solo quedan cuatro especies vivientes: tres manatíes, que habitan ríos de agua dulce, y el dugongo, que es marino. Al contrario que estas especies, la vaca marina de Steller habitaba en aguas frías y su tamaño era mucho mayor, llegando a medir hasta nueve metros de largo. Se alimentaba de algas que crecían cerca de la costa y tenía un carácter dócil y confiado, lo que la convertía en un animal especialmente vulnerable ante una tripulación perdida y hambrienta.
Los humanos mataban a los animales fácilmente con arpones desde la playa. Tras atarlos con cuerdas, esperaban a que bajase la marea para cortarlos en partes y transportaros así a sus cabañas. La carne sobrante era almacenada en barriles, y la grasa colgada en estanterías. Así, la tripulación no necesitaba preocuparse por la comida y pudieron dedicarse a construir un nuevo barco con el que regresar a casa.
Steller fue el único científico que vio a esta vaca marina con vida. Todo el conocimiento que tenemos a cerca de la especie se limita a las anotaciones que hizo durante su naufragio en esta isla a la que ya nunca regresó, porque falleció a los 37 años. Gracias a él, sabemos que era un sirenio con más peculiaridades aparte de su gran tamaño. Lo que más le llamó la atención a Steller, fueron sus extremidades delanteras, que, a diferencia de los otros sirénidos, no las usaba como remos:
“No hay rastros de dedos, ni de uñas o pezuñas; pero el tarso y el metatarso están cubiertos de grasa sólida, muchos tendones y ligamentos, cutis y cutícula, como un miembro humano amputado está cubierto de piel… Por debajo, son planas y huecas en cierto modo, y ásperas con innumerables cerdas muy juntas… con ellas camina por los bajos de la orilla, como con los pies; con ellas se apoya y se sostiene en las rocas resbaladizas; con ellas escarba y arranca las algas y las hierbas marinas de las rocas.”
La vaca de Steller flotaba más que otros sirénidos. No podía sumergirse a gran profundidad y su espalda solía sobresalir a la superficie. También tenía una gran cavidad abdominal que le permitía guardar un enorme sistema digestivo:
“El estómago es de un tamaño estupendo, 6 pies de largo, 5 pies de ancho, y está tan lleno de comida y algas que cuatro hombres fuertes con una cuerda atada a él apenas podrían moverlo de su lugar y arrastrarlo fuera… Hay más intestinos en este animal que en cualquier otro… Si se hace una mínima abertura con la punta de un cuchillo, el excremento líquido brota violentamente como la sangre de una vena rota; y no pocas veces la cara del espectador queda empapada por esta fuente que brota cada vez que alguno abre un canal sobre su vecino de enfrente, para bromear… El tracto intestinal entero, desde el gaznate hasta el ano, mide 5968 pulgadas. Así, los intestinos son veinte veces y media más largos que todo el animal vivo.”
Para cuando el San Pedro llegó a la isla de Bering, la vaca marina ya estaba en declive, porque los nativos que vivían en otras zonas también la cazaban. Sin embargo, fue su descubrimiento por parte de los rusos lo que la condenó a la extinción. La expedición de Bering expandió las fronteras hasta Norteamérica y se abrieron nuevos territorios para la extracción de pieles animales, que eran muy cotizadas en la Rusia de la época. Los cazadores de pieles se quedaban en las islas del norte del Pacífico durante meses alimentándose casi exclusivamente de carne de vaca marina. Los métodos que utilizaban para cazarlas estaban lejos de ser eficientes y, a menudo, mataban individuos que se pudrían en el mar antes de que se pudiera aprovechar su carne. Así, solo 27 años después del naufragio del San Pedro, este animal tan único desapareció para siempre.
Según la IUCN, las cuatro especies de sirenios se encuentran amenazadas. Como ocurrió con la vaca marina de Steller, su baja temeridad, su cercanía a la costa y su preciada carne les hace especialmente vulnerables a la caza. Además, los sirénidos que quedan se encuentran en países tropicales pobres en recursos, donde los habitantes locales los matan porque necesitan comer. Si no ponemos remedio a esta situación, los manatíes y el dugongo no tardarán en seguir el destino de su pariente y perderemos a unas especies con una biología tan singular que los hace extraordinarios. Aunque ahora hay varios científicos estudiando a los sirenios y su ecología es conocida, otros aspectos como su cognición apenas se han investigado. Dejemos que las siguientes generaciones puedan seguir aprendiendo y disfrutando de estas especies, que no se tengan que conformar con el conocimiento que deja la ciencia.
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