En la biografía de Joseph Conrad escrita por John Stape y titulada Las vidas de Joseph Conrad (Lumen), se nos presenta al autor como un hombre enfermo de una variante dolorosa de artritis que recibe el nombre de “gota”; un mal provocado por la acumulación de cristales de ácido úrico.
En una de las fotos que acompañan al libro de Stape podemos ver a Conrad con una venda ortopédica en su mano derecha. En su caso, la enfermedad recibe el nombre de “quiragra”; una forma de gota que afecta a las articulaciones de las manos y que provoca inflamación de los dedos. Los ataques de Conrad eran repentinos y duraderos, llegando a ser persistentes en los últimos días de su vida. Sin ir más lejos, la citada foto está tomada pocas semanas antes del ataque al corazón que acabó con su vida un 3 de agosto de 1924, a los sesenta y seis años de edad. La vida de Conrad, según relata John Stape, fue un continuo sufrimiento debido a los dichosos cristales de ácido úrico que le impidieron escribir de forma permanente, por lo cual tuvo que recurrir al dictado de algunas de sus obras.
El nombre de esta enfermedad metabólica nos lleva hasta el siglo XIII, cuando los médicos de entonces suponían que la causa de la misma era una filtración de malos humores sanguíneos; un “goteo” que alcanzaba las articulaciones. Se intuía que la gota podría venir provocada por la ingesta sin medida de alimentos ricos en grasas, pero poco más. No fue hasta finales del siglo XVIII cuando se comprueba el exceso de urato en los depósitos (tofos) analizados. En este caso, el tofo que sirvió de análisis fue el de la oreja del físico y químico británico William Hyde Wollaston (1766-1828). Una vez analizado, el mismo Wollaston afirmó que la materia obtenida era una mezcla de ácido lítico junto a un mineral alcalino. Pero fue el químico francés Antoine de Fourcroy (1755-1809) quien le puso el nombre y apellido: ácido úrico.
Antiguamente, la gota era conocida como enfermedad de los ricos o de los reyes. El primer gotoso del que se tienen referencias fue Hieron (478-467 a. C), tirano de Siracusa. Según Plutarco estaba “afecto de arenillas renales”. Con todo, Carlos V fue el paradigma de los gotosos. El escritor Pedro Antonio de Alarcón dijo de él que fue el “más comilón de los Emperadores habidos y por haber”. Se sabe que en el palacio de Yuste acumulaba pescados, aves, carnes, frutas y salazones. Sus dolores eran tan intensos que necesitaba ser llevado en una silla; incluso tuvo que aplazar la toma de la ciudad de Metz. Resulta curioso que una decisión militar se viera afectada por un padecimiento cuyo origen estaba en la glotonería.
Bien mirado, lo de la “gota” como enfermedad de los ricos -o de los reyes- no deja de ser un mito igual a ese otro mito que sostiene que Joseph Conrad fue un escritor de novelas y relatos de acción y aventuras marítimas, cuando fue todo lo contrario. Conrad fue un narrador introspectivo, un narrador de los tiempos muertos cuyas historias las llevaba al mar, a Costaguana o al caudal del río Congo, por donde navegó a través de una galería de espejos hasta alcanzar el otro lado; ahí donde el corazón se envuelve en tinieblas.
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