Nuestro sitio web utiliza cookies para mejorar y personalizar su experiencia y para mostrar anuncios (si los hay). Nuestro sitio web también puede incluir cookies de terceros como Google Adsense, Google Analytics, Youtube. Al utilizar el sitio web, usted acepta el uso de cookies. Hemos actualizado nuestra Política de Privacidad. Haga clic en el botón para consultar nuestra Política de privacidad.

Encadenados en la caverna | Sociedad

Aferrados a su presunción de ser un referente moral, los obispos son ahora la representación del ser humano que retrata Platón en la Alegoría de la Caverna. Ante la magnitud de los abusos sexuales cometidos por eclesiásticos, se comportan como si solo pudieran mirar hacia sus sentidos, ignorando el puro conocimiento de los hechos. Platón les disculparía si hubieran estado encadenados desde su nacimiento en el fondo de la oscuridad. No es el caso. Los obispos conocen la realidad. No es posible suponer otra cosa, ni caben monsergas del tipo de que en la sociedad civil se producen muchos más abusos (pues claro, pero que digan de alguna autoridad que los haya encubierto, o de un juez que no los sentenciase; que indiquen cuáles son los fallos del Código Penal o de los cuerpos policiales). Es indecente disculparse bajo el tópico del ¡y tú más! y, al mismo tiempo, enarbolar una ejemplaridad ética bendecida por un dios que no ha sido convocado.

“Poner el foco únicamente en la Iglesia es desenfocar el problema”, insiste el último documento oficial de los obispos. ¿Que qué? No hay desenfoque alguno; lo saben de sobra. Lo reconocen, sin pretenderlo, en este otro párrafo: “El sufrimiento lo han causado no solo los abusos sino también el modo en que, a veces, se han tratado”. Las víctimas llevan décadas advirtiéndoselo y lamentándolo. También la sociedad. Clamó al cielo el que nada menos que el cardenal Antonio Cañizares, cuando formaba parte de la curia del Vaticano en los primeros gobiernos del papa Benedicto XVI, afirmase con solemnidad que peor que los abusos era la despenalización del aborto voluntario. La relajación moral ante tan grave asunto venía de lejos; la había verbalizado el mismísimo Juan Pablo II, cuando expresó que la escandalera en torno a los abusos en Estados Unidos, a principios de siglo, estaba maquinada por el presidente George W. Bush, irritado, según el Vaticano, por haber condenado el papa polaco la guerra de Irak. Por acá, buena parte de los prelados aún persiste en la tesis de que todo son campañas anticlericales de periodistas aviesos.

“Te ven vestido de cura y te llaman pederasta”

En el pecado llevan la penitencia del desprestigio. “Te ven vestido de cura en el metro y te llaman pederasta”, reconoció el joven cardenal arzobispo de Madrid, José Cobo, cuando era obispo auxiliar del cardenal Carlos Osoro. Lo dijo en 2019 ante un centenar de personas reunidas en el colegio mayor Chaminade. “No es justo atribuir a todos el mal causado por algunos”, creen, sin embargo, los obispos. Cobo opina, por el contrario, que “el crimen les toca a todos”. Fue Benedicto XVI el primero en observar lo que ahora es un clamor. “De pronto, tanta suciedad. Ha sido como el cráter de un volcán, del que salió una nube de inmundicia que todo lo ensució. Cada sacerdote se ve bajo sospecha. Muchos ya no se atreven a dar la mano a un niño, ni a hablar de hacer un campamento de vacaciones con niños”, dijo en 2010.

El pontífice alemán fue quien decretó el principio de “tolerancia cero” frente a un problema que calificó como la mayor crisis de la Iglesia católica desde la Reforma protestante. Sin embargo, hay un relato de su sucesor, Francisco, que lo deja en muy mal lugar, y peor aún a Juan Pablo II, elevado ya a los altares como ejemplo a imitar. Francisco regresaba a Roma desde Panamá el 27 de enero de 2019 y habló ante los periodistas de un episodio de encubrimiento, uno de tantos. “El Papa (se refiere a Benedicto XVI) tuvo todos los papeles sobre una organización religiosa que tenía corrupción en su interior. Pero había filtros por los cuales no podía llegar al meollo. Con ganas de ver, hizo una reunión. Después, fue allí [a ver a Juan Pablo II] con todos sus papeles. Cuando volvió, dijo a su secretario: ‘Archiva la carpeta, ganó el otro partido’”, dijo.

El otro partido era el del encubrimiento, el de los prelados que creen que la suciedad de los abusos debe lavarse en casa porque investigarla regocija a los anticlericales. Fue la tesis durante décadas en el corazón del pontificado romano. El cardenal João Braz de Aviz reconoció, cuando ocupaba el cargo de prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, que el Vaticano tenía desde 1943 documentos sobre las tropelías del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. “Quien lo tapó era una mafia, ellos no eran Iglesia. Las denuncias crecerán; solo estamos en el inicio. Llevamos 70 años encubriendo”. Lo dijo en 2019.

El caso más llamativo lo protagonizó el cardenal Darío Castrillón, prefecto entre 1998 y 2006 de la Sagrada Congregación para el Clero. En 2001 había felicitado por carta al obispo francés Pierre Pican por no denunciar ante la justicia a un sacerdote que había abusado de once menores. Cuando saltó el escándalo, Castrillón confesó sin mayor zozobra: “El Papa me autorizó la carta”. ¿Qué decía? “Os felicito por no haber denunciado a un sacerdote a la administración civil. Estoy encantado de tener un compañero que habría preferido la cárcel antes que denunciar a su hijo sacerdote”. El obispo Pican fue condenado a tres meses de cárcel por encubridor; el cura abusador, a 18 años.

El debate sobre las cifras

Al presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Juan José Omella, le cuesta creer que haya en España 440.000 víctimas de abusos sexuales en instituciones eclesiales, como se deduce del informe del Defensor del Pueblo. A lo mejor tiene razón. O no. A lo mejor son muchas más. Quienes estudiaron en instituciones religiosas durante el nacionalcatolicismo franquista, y aún más recientemente, cargan con la misma perplejidad, pero la mayoría da por buenas esas cifras. Lo deducen porque, cuando se reúnen ahora y surgen los recuerdos, se percatan de que los demás conocían lo que cada uno ha callado durante décadas.

Le ocurrió a Juan Luis Cebrián, fundador y primer director de EL PAIS, y miembro de la Real Academia Española. Lo cuenta en el primer tomo de sus memorias, Primera página. Vida de un periodista 1944-1988, páginas 106 a 109. Tenía 12 años y estudiaba en el muy exclusivo colegio del Pilar, en el madrileño barrio de Salamanca, cuando, de excursión en Lourdes con el curso, le despertó una noche el aliento con hedor a cebolla de su prefecto de clase. “Se acurrucó junto a mí y pretendió manipularme el bajo vientre a la par que forzó un par de besos en mis labios, antes de que yo lograra voltear la cara, abochornado por el miedo”. No fue el único episodio de acoso, aunque, pese al desamparo con que los sufrió, la cosa no fue a mayores. Pero Cebrián se considera una víctima. Hoy forma parte de la Comisión Cremades, contratada por la Conferencia Episcopal para hacer una investigación de parte que, según algunos indicios, también va a enfadar a los prelados.

Por lo que viene al caso, también Cebrián supo un día que en su colegio había habido otras víctimas silenciosas. Ocurrió en una cena con líderes de la UCD, convocada en 1978 por Juan José Rosón, entonces gobernador Civil de Madrid. Entre los asistentes había ex alumnos del Pilar, a los que Cebrián dijo algo respecto a los asaltos a que eran sometidos muchos estudiantes “por parte de profesores rijosos”. No recuerda cómo lo hizo, pero si el comentario del exministro Rafael Arias Salgado. “O sea, ¿que tú también fuiste novio de don Prudencio?” Los reunidos en aquella cena también sabían y habían callado, como buena parte de la sociedad.

Las matemáticas son testarudas

Las reacciones de algunos prelados escandalizan. “Nos señalan la luna y nos paramos a mirar el dedo”, lamentaba uno de ellos, en voz alta, cuando en la asamblea plenaria del episcopado, el pasado mes, se debatió cómo reaccionar, si humildes u ofendidos, ante el informe del Defensor del Pueblo. Aunque resulte increíble, la disputa principal se centró en los porcentajes de una encuesta. Pero las matemáticas también son testarudas si tomamos como referencia lo ocurrido en otros países. Es el caso del episcopado francés, que impulsó la misma investigación y le salieron 330.000 víctimas. Aceptaron el dictamen con resignación y viajaron todos a Lourdes, a rezar y a pedir perdón con ejemplar humanidad. El sociólogo Fernando Vidal ha hecho en la revista Vida Nueva una proyección de esas cifras y calcula en 12,7 millones las víctimas en todo el mundo, a razón de un caso por cada 106 católicos (suponiendo que suman 1.345 millones).

¿Son muchas víctimas? Con las cifras del imperio educativo del catolicismo mundial, salen las cuentas si se hacen sobre las últimas siete décadas. En 2021, había 62 millones de niños matriculados en escuelas católicas (infantil, primaria y secundaria). En España, sumaron a veces dos millones por curso, repartidos ahora en 1.740 centros de Educación Infantil, 1.685 de Educación Primaria, 1.629 de Educación Secundaria (ESO o FP Básica) y 775 centros de Bachillerato o FP de Grado Medio o Superior.

By Otilde Pedroza Arredondo

Te puede interesar