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De la innovación docente a la innovación pública: un viaje pendiente, necesario y urgente | Educación

¿No es España país para innovadores? A raíz de los últimos datos oficiales podemos hacernos esta pregunta, parafraseando a Cormac McCarthy. La Comisión Europea nos sitúa en su último ranking en el puesto 16 de 27, en el grupo de países innovadores moderados, lejos de Dinamarca, Suecia o Finlandia, que al parecer sí son países para innovadores. Sin embargo, fuera de nuestra foto en la estadística oficial, aparecen cada vez más iniciativas que, al margen también de la estructura clásica del sistema tradicional de I+D+I, presentan un grado de innovación y competitividad que nada tiene que envidiar a las iniciativas danesas, suecas o finlandesas.

En el sistema educativo nos ocurre algo similar. Cuando la innovación educativa se integra en discursos y prácticas suele hacerlo apoyada en los elementos que la definen dentro de las aulas, pero rara vez se analiza desde la perspectiva sistémica. Se diseñan procesos, prácticas, proyectos y experiencias que permiten el desarrollo de la innovación en los centros educativos y que tienen fundamentalmente al profesorado como principal agente innovador. Sin embargo, es difícil encontrar referencias sobre la innovación del propio sistema educativo o ―más complicado aún― sobre el rol que juega la propia Administración como sujeto innovador. Esta dualidad evidencia una falta de convergencia entre las cada vez más numerosas innovaciones educativas de los centros, dispersas y fragmentadas, y la ausencia de una estructura que impulse procesos de innovación en el propio sistema educativo.

Entonces, ¿tenemos una brecha entre la vocación innovadora de gran parte del profesorado y los centros, por un lado, y el desempeño innovador del conjunto del sistema, por otro? Mi impresión es que eso es exactamente lo que nos ocurre. Y en ello tienen mucho que ver tres cuestiones: quién, dónde y cómo se innova en educación.

¿Quién innova? El profesor. Esa es la percepción generalizada: es el docente el máximo impulsor y responsable de la innovación en las aulas. La escuela cobra así protagonismo como motor de cambio, entendiendo que debe generar las condiciones óptimas para que se produzcan los procesos de innovación, las condiciones que multiplican el impacto de las innovaciones individuales que los docentes desarrollan en sus clases.

No obstante, dejar esa función solo a los centros es tan injusto como ineficaz. La administración educativa, como arquitecta y gestora del sistema, debe no solo contribuir a esta tarea, sino además hacerlo de una manera muy diferente a como lo está haciendo ahora. Ello supone evolucionar desde un rol de agente pasivo ―que impulsa, financia y monitoriza la innovación surgida en los centros y las aulas― a un rol como sujeto activo de innovación ―que impulsa, financia y monitoriza la innovación que se desarrolla en la estructura y los servicios de la administración educativa―.

¿Dónde se innova? En la escuela. En el momento en el que le otorgamos la categoría de espacio educativo preferente, asumimos que todo lo que tiene que ver con educación debe desarrollarse en este escenario, ignorando otros espacios más intangibles. Entre ellos, la gestión educativa, los modelos de gobernanza del sistema o el diseño de políticas públicas. El sistema educativo español arrastra desde hace décadas viejos problemas estructurales ―abandono temprano, carrera docente, autonomía escolar, segregación…― que precisan de nuevas aproximaciones y que convierten a la administración educativa en escenario preferente de experimentación, pilotaje y ensayo de nuevas propuestas para viejos problemas.

¿Y cómo se innova? Con herramientas y enfoques de innovación educativa. En primer lugar, herramientas tecnológicas ―inteligencia artificial, apps, realidad virtual y aumentada, gamificación…―; pero también enfoques metodológicos ―trabajo por proyectos, aprendizaje-servicio, aprendizaje colaborativo, enseñanza personalizada…―. Herramientas digitales y metodologías puestas al servicio fundamentalmente de la mejora del aprendizaje de los alumnos, pero con un impacto más limitado en la mejora del sistema educativo en su conjunto.

La innovación del sistema requiere del despliegue de un conjunto de instrumentos de innovación pública que son a la Administración y sus políticas lo que las herramientas digitales y metodológicas a los centros y la práctica docente.

El análisis de estas prácticas y su aplicación en proyectos impulsados por distintos gobiernos nacionales, regionales y locales es el eje sobre el que se articula el último estudio publicado por la Fundación Cotec, que aborda la innovación pública en el desarrollo de políticas educativas. Un documento que ofrece un marco analítico para este fenómeno y recoge además numerosos ejemplos, buscando convertirlos en fuente de inspiración para el diseño de políticas públicas.

Establecer temporalmente un marco regulatorio alternativo para aumentar la autonomía escolar o ajustar mejor los perfiles docentes a las necesidades de los centros; utilizar la inteligencia artificial para obtener patrones de alumnos vulnerables e intervenir con ellos de manera preventiva; identificar los sesgos de las familias en la elección de centro de sus hijos para evitar la segregación escolar; o bien, testar un nuevo material o prototipo ajustándolo a las necesidades reales del profesorado, son algunos de los casos que se recogen en el informe. O lo que es lo mismo, impulsar un sandbox regulatorio, apostar por la Compra Pública de Innovación, poner en marcha laboratorios de economía del comportamiento y organizar un banco de pruebas son ejemplos de herramientas que evidencian que la innovación pública también genera innovación educativa.

¿Es entonces España un país para innovadores? Pues empecemos por el principio, el origen de todo, el sistema educativo. Porque podemos y debemos salir mejor en la foto de la innovación.

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By Otilde Pedroza Arredondo

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