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Calentones, amores a primera vista y el comienzo del fin del mundo | Ciencia

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¿Cuánto tarda uno en enamorarse? ¿Minutos, días, años? ¿Hay un momento concreto, una cruz en el calendario, que señala el punto de no retorno en el que ya necesitas a esa persona? Esta semana se ha hecho oficial: los geólogos han dado carpetazo definitivo al Antropoceno y yo, naturalmente, he pensado en el amor. La propuesta que se trabajó durante 15 años implicaba que hemos entrado en una nueva época geológica, marcada por la actividad humana. Pero los estratígrafos, que son quienes determinan dónde estamos al mirar las capas de la tarta milhojas de los sedimentos, consideran que aún pertenecemos al Holoceno. Es una decisión muy discutida que recuerda a la degradación de Plutón a planetoide: hay quien lo entiende como una arbitrariedad académica que despierta una respuesta a la defensiva. Un editorial de Nature, faro de la ciencia mundial, señala que la decisión “ha creado confusión y preocupación, porque el término es entendido y ampliamente utilizado por los científicos, así como por personas ajenas a la investigación, para referirse a un momento de la historia de la Tierra en el que los humanos están teniendo graves impactos biofísicos en el planeta”.

Los geólogos se habían planteado como fecha determinante 1950: el año en que daba comienzo del Antropoceno y acababa el Holoceno, por el pico de plutonio de la detonación de bombas atómicas. ¿Antes no habíamos dejado huella en el planeta? Por eso me pregunto, ¿en qué momento me dejó huella perdurable mi chica? ¿Fue con los flirteos en Facebook, con el primer beso, al irme a vivir con ella a Tenerife, cuando nació nuestra primera hija? Me ha cambiado la vida, ya vivo en otra época vital, es indiscutible. Pero no es fácil ubicar ese momento bisagra. En las primeras discusiones científicas sobre el Antropoceno, se ponía el ejemplo de un puente sobre el río Misuri, que habría empezado a construirse en el Holoceno y se había acabado en el Antropoceno. Un mismo objeto que pertenece a dos épocas geológicas ubica perfectamente lo absurdo del planteamiento.

Mientras tanto, el concepto se ha consolidado en todas las ciencias, porque define muy bien un hecho indiscutible: que la humanidad ha transformado profundamente el planeta. No es solo el impacto de los combustibles fósiles, los radionucleidos dispersos globalmente por las armas atómicas o los materiales sintéticos como plásticos desparramados globalmente. Si pusiéramos en una balanza todas las construcciones humanas del planeta, pesarían lo mismo que toda la vida terrestre junta, desde ballenas a sequoyas. Tres cuartas partes de la superficie terrestre ya han sido transformadas por nuestras manos y máquinas, y queda un porcentaje muy pequeño de ecosistemas sin alterar. Los cielos y las aguas están contaminados (la mayor sorpresa de la crisis de los pellets fue descubrir que eso ocurre todo el tiempo en todas las costas). El sistema circulatorio del planeta se debilita, con la principal corriente oceánica que regula el clima, la del Atlántico, cerca del colapso. Siete de los nueve umbrales que permiten la vida humana sobre la Tierra ya han sido sobrepasados.

Sin animales salvajes

Por no hablar de los animalicos. Al canario en la mina del riesgo planetario nos lo hemos comido frito en un KFC: solo el 6% de los mamíferos y el 29% de las aves son animales salvajes, la gigantesca mayoría son ganado y aves de corral. Estamos acelerando una nueva extinción masiva de especies registrada en el planeta. La sexta extinción, concretamente, que también es el título del libro que popularizó este evento catastrófico y que le valió el Pulitzer a su autora, Elizabeth Kolbert: “El término Antropoceno encapsula nuestra nueva relación con el planeta. Los impactos de la humanidad ahora rivalizan con las grandes fuerzas como el vulcanismo, la erosión o la tectónica de placas, que han moldeado la Tierra durante miles de millones de años”, responde por email la autora, premio Biophilia de la Fundación BBVA. Y recuerda una conversación con el Nobel Paul Crutzen, el químico neerlandés que puso el término en el debate científico: “Una vez me dijo que quería que sirviera como una advertencia para el mundo. Es una buena forma de verlo”.

Cuando Crutzen planteó ese concepto por primera vez fue fruto de un calentón, en medio de un debate encendido sobre el impacto humano sobre el medio ambiente auspiciado por Naciones Unidas. Alguien no paraba de mencionar el Holoceno, que comenzó hace 11.700 años: “Después de escuchar ese término muchas veces, perdí los estribos, e interrumpí al orador”, recordaba Crutzen en El Antropoceno, de Christian Schwägerl. Un testigo recuerda lo que dijo exactamente: “Dejen de usar la palabra Holoceno. Ya no estamos en el Holoceno. Estamos en el… el… el… (buscando la palabra correcta)… ¡el Antropoceno!”. Frente al espontáneo arrebato de Crutzen, los geólogos van a su ritmo. Informa el New York Times de que todavía están tratando de decidir cuál es la fecha exacta del inicio del Pleistonceno Superior, hace 130.000 años. Como me decía el único español del Grupo de Trabajo del Antropoceno, Alejandro Cearreta, cuando informamos por primera vez sobre esto: “Somos lentos para actuar, nuestra unidad de tiempo es el millón de años”.

Un planeta desbocado

La Tierra ya es lo que una única especie ha provocado que sea. Un extraterrestre que hubiera pasado por aquí hace 300.000 años y volviera hoy fliparía. Sería un extraterrestre muy longevo, eso también. Y habría asistido a los primeros pasos de una especie de primate más, pero que ahora es capaz de modificar la vida desde dentro, editando el mismísimo ADN de las criaturas, e incluso de generar inteligencia artificial, de crear formas de vida que no existían y de arrasar con toda la que existe por completo. Hasta hace unas pocas décadas, la humanidad no podía autodestruirse y ahora tiene un buen puñado de métodos a su alcance. Pero también es capaz de interactuar con otros mundos: hemos llevado humanos a la Luna y artefactos a todos los planetas vecinos. Hasta hemos desviado un asteroide artificialmente. En términos geológicos, estamos a un paso de ser una especie multiplanetaria, como le gusta decir a Elon Musk, que quiere llevarnos a crear en Marte otro Antropoceno con la misma mentalidad colonial, extractiva e insostenible que nos ha llevado a la crisis global actual. Volar hasta un planeta B para arrasarlo y necesitar un planeta C.

Kolbert cree que el concepto sirve para moldear la idea de un futuro sostenible: “Deja claro que somos responsables del destino del planeta, aunque realmente no lo controlemos”. Según explica, estamos determinando su futuro, pero eso no significa que tengamos las riendas, porque estamos desbocando los ciclos naturales: “Cuanto más controlamos la naturaleza, menos control real tenemos sobre ella”. El macroecólogo David Nogués-Bravo, que estudia el pasado para predecir el futuro, está seguro de que el término sigue vigente para todos los campos de la ciencia porque es “realmente útil, en una variedad de disciplinas, como una forma de pensar sobre las relaciones entre los humanos y el planeta”. Y ahonda: “Crea una narrativa poderosa que viene soportada por evidencias científicas, y es que los cambios que estamos viendo en el planeta, desde el cambio climático a la pérdida acelerada de la biodiversidad, son el efecto directo del manejo desastroso de los recursos naturales”.

El concepto lo popularizó en 2011 una portada de la revista The Economist, que no es precisamente la taberna Garibaldi de Lavapiés, y que el año pasado advertía de que el verdadero problema no es cuándo empezó el Antropoceno, sino cómo va a acabar. El Cretácico terminó con un gigantesco cráter en Chicxulub y con los primos del tiranosaurio evolucionando hacia aves de corral. Pero no es obligatorio ser pesimistas, al contrario: calentones como el de Crutzen son muy provechosos. Ganó el Nobel junto al mexicano Mario Molina por alertar de lo que estaba pasando en la capa de ozono, un peligro existencial que la humanidad fue capaz de resolver. En ese sentido, el editorial de Nature advierte: “No hay duda de que el mundo se encuentra en un Antropoceno (…) y que es necesario corregir el rumbo”.

Quizá lo mejor es que el Antropoceno no sea un estrato geológico, sino un concepto social, cultural y científico mucho menos rígido. No hay una única vivencia que defina un amor.

Si comprimimos la historia del planeta Tierra, sus 4.500 millones de años, en un año solo, la civilización humana apareció el último segundo antes de la medianoche del 31 de diciembre. ¿Se puede uno enamorar en un segundo? ¿Y dejar huella para siempre en el planeta?

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By Otilde Pedroza Arredondo

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