El dylanismo es una religión casi inabarcable que sale extraordinariamente cara, pero al menos aporta numerosos argumentos para creer en la salvación. El nuevo artefacto que los feligreses de Bob Dylan elevarán a la condición de objeto de deseo es una caja apoteósica de cuatro cedés con los dos conciertos íntegros que nutrieron originalmente el doble LP en vivo At Budokan, publicado a finales de 1978 solo en Japón y pocos meses después, ante la curiosidad y buena acogida, ya en todo el mundo. Frente a los escuetos 22 cortes que conocíamos del doble vinilo original, ahora disponemos de las 58 piezas que sonaron en el pabellón tokiota aquellas noches del 28 de febrero y el 1 de marzo de 1978. Y todo ello llega empaquetado con un despliegue irresistible para el devoto: un libreto apasionante de 56 páginas con abundantísimo material fotográfico y varios ensayos con los entresijos de aquellos eventos, y una caja de fetiches, recuerdos o memorabilia que incluye carteles de la gira, reproducciones de las entradas y demás papelería.
La golosina es tentadora en grado extremo, aunque no apta para cualquier economía: quienes piensen en invocar a los Reyes de Oriente deben saber que la monárquica factura superará los 150 euros. Y luego conviene dirimir en qué medida es valioso el material que ahora se nos ofrece con un envoltorio tan diabólicamente apetecible. Su interés histórico no admite discusión. El artístico resulta mucho más opinable, teniendo en cuenta que las críticas de hace 45 años oscilaron entre el interés matizado y el zarpazo impiadoso. Pero influye que los fieles no estaban aún acostumbrados a esas reinvenciones que Zimmerman ha convertido en un santo y seña siempre curioso, a veces desconcertante y en más de una ocasión desesperante. La sensación que predomina tras una larga inmersión en aquellas noches del Budokan es que el tiempo les ha sentado a estas grabaciones mucho mejor de lo que sospechábamos.
At Budokan fue en su día Disco de Oro en Estados Unidos y un álbum muy divulgado en España (llegó al puesto 17 en las listas), teniendo en cuenta que la segunda mitad de los setenta coincidió con el despertar del país a la democracia y una serie de discos extraordinariamente populares entre el gran público (sí, Dylan era un artista mayoritario). Nadie dudaba ya de Desire como obra maestra, Street Legal se granjeó abundantes adeptos y Slow Train Coming llegaría a mediados de 1978 con el debate sobre la conversión al cristianismo y el reclamo de aquel juguetón Man Gave Name To All The Animals, que casi parecía el equivalente dylanita al Yellow Submarine en el repertorio de los Beatles.
Habrá, en suma, mucho aficionado que guarde un recuerdo sentimental profundo y entrañable de esta grabación en suelo japonés, testimonio de la primera gira de Dylan lejos de Estados Unidos desde 1966. Pero no nos engañemos: At Budokan fue objeto de polémica y hasta de befa, caricaturizado incluso como el equivalente en el historial del bardo a las estancias de Elvis en Las Vegas. “Es un documento defectuoso, pero fascinante de Dylan en la encrucijada”, dictaminó, ambivalente, la revista Rolling Stone. Incluso a día de hoy, el portal digital All Music avisa, en una reseña de dos estrellas sobre cinco: “¿A quién va destinado esto? Su interés es histórico, si acaso, y solo marginalmente”.
Influyó en buena medida que el registro en el pabellón tokiota, construido para las competiciones de yudo en los Juegos Olímpicos de 1964, era la tercera entrega casi consecutiva de Zimmerman en directo, tras el extraordinario Before The Flood (1974), junto a The Band, y el más irrelevante Hard Rain (1976). Pero igual que ese disco de apenas 50 minutos no era capaz de testimoniar la mastodóntica gira de Rolling Thunder Revue —inmortalizada en el soberbio quinto volumen de las Bootleg Series, e incluso en una caja posterior de 15 cedés con todos los conciertos, solo para los muy fanáticos—, el At Budokan de 1978-79 queda muy por debajo de lo que descubrimos ahora con The Complete Budokan.
La alineación instrumental y el espíritu de aquella puesta en escena de hace 45 años es de alguna manera la opuesta a la que el viejo Bob viene aplicando en los últimos coletazos de su presente (y virtualmente eterno) Never Ending Tour. Si la formulación actual es la de la ausencia absoluta de concesiones, con lecturas ásperas y despedazadas de los originales, demolidos con saña hasta hacerlos irreconocibles, aquel Dylan que era venerado en el corazón del archipiélago japonés se comportaba con dulzura y hasta inequívoco buen humor en las presentaciones de la banda, afables y casi jocosas. Sobre todo en lo tocante a sus tres coristas femeninas: la noche del martes 28 de febrero, anuncia a Helena Springs como su “prometida”, mientras a Debi Dye le adjudica el título de “exmujer”. 24 horas más tarde no les atribuye filiaciones, pero asegura que las conoció “cantando en unos grandes almacenes”.
¿Era feliz aquel Dylan bromista que emprendía en el Lejano Oriente su mastodóntica gira mundial de 1978, un total de 114 conciertos (ninguno en España) que congregaron a cerca de dos millones de espectadores? Ojo: andaba embarcado en la dirección de Renaldo y Clara, una colosal película surrealista que no gustó a casi nadie, y había de lidiar con el auge musical del punk y el disco, dos géneros que le veían, a sus 36 años, como una vieja gloria ya amortizada. Pero, a juzgar por lo bien engrasada que sonaba su maquinaria y el testimonio de quienes velaron por el éxito de la gira japonesa, estamos tentados a pensar que fueron meses pletóricos.
El responsable por aquel entonces del catálogo de Dylan en la CBS de Japón, Heckel Sugano, relata que el director general de la compañía, Norio Ohga, organizó el 4 de marzo de 1978 una fiesta de despedida en el restaurante Maxim’s para la que nadie contaba con la presencia del hoy Nobel de Literatura. “Para sorpresa de todos”, desvela Sugano, “Dylan apareció, dando muestras de sentirse a gusto; se tomó el tiempo necesario para firmarle pósteres a todo el mundo y se quedó disfrutando de la celebración hasta el final”.
Que las cintas íntegras de las dos noches tokiotas hayan resistido sin mácula estas cuatro décadas y media es como para creer en la providencia, así que los sabuesos dylanitas harán bien en deleitarse con todo el material hasta ahora orillado en las estanterías. La introducción de los conciertos, un A Hard Rain’s A-gonna Fall instrumental y rutinario, parece promover un tono dócil y dulcificado que luego no se corresponde con la realidad. De hecho, los segundos cortes los ocupan sendos préstamos ardorosos en clave de blues, Repossesion Blues (martes) y Love Her With A Feeling (miércoles), rarezas absolutas en el catálogo dylanita. El elemento más característico pasa a ser la presencia casi omnisciente del saxo tenor y la flauta de Steve Douglas, un fichaje de la escudería de Phil Spector en los años del Muro de sonido que no disimula su afán de protagonismo. Hay margen amplio para el disenso, pero nunca Dylan resultó tan mimoso, lírico y preciosista como en aquellas latitudes niponas a la hora de abordar monumentos de las dimensiones de Just Like A Woman, Is Your Love In Vain? o Blowin’ In The Wind, aquí casi transfigurado a la categoría de góspel.
Si dejamos al margen el corte de las presentaciones a la banda, Dylan interpretó 28 canciones en cada una de las veladas en el Budokan, con 23 coincidencias y cinco variaciones en función de si atendemos al repertorio del 28 de febrero o al 1 de marzo. Lo más singular puede ser la soberbia interpretación de Going, Going, Gone (con variaciones en la letra, otro sacrilegio para los puristas) o la inclusión, la segunda velada, de una absolutamente celestial y muy infrecuente The Man In Me, mucho antes de que los Coen la reflotaran en El gran Lebowski. Si alguien duda aún de las excelencias de Bob como vocalista, debería escuchar esto y pedir perdón para siempre.
¿Más curiosidades para el fan insaciable? Que entre los títulos no repetidos el día 28 y el 1 figurasen obras maestras del calibre de Tomorrow Is A Long Time, Don’t Think Twice It’s All Right o Knockin’ On Heaven’s Door. Incluso en su versión más dúctil y domesticada, ya lo ven, el genio siempre fue impredecible. Y, como ya nos viene sucediendo con otros materiales desempolvados de los archivos (todo el material en torno a su criticadísimo Self portrait de 1970, por ejemplo), incluso el Dylan más discutible, o discutido, resulta ser mayúsculo. La inesperada caja tokiota es, nunca mejor dicho, un lujo asiático, pero permite que reluzca en todo su esplendor un periodo que teníamos orillado en la memoria.
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_