El número 402 de septiembre de 2023 de la prestigiosa Revista Internacional de Teología Concilium está dedicado a los abusos en la Iglesia y se centra en los abusos espirituales y su relación con los abusos sexuales, en la que a veces desembocan los abusos espirituales. Me inspiro en este texto para hacer unas reflexiones, que considero oportunas tras el Informe del Defensor del Pueblo sobre los abusos sexuales en la Iglesia católica, uno de los temas a tratar en la 121 Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española. Espero contribuyan a que los obispos no se vayan por las ramas ni desvíen el problema hacia otras situaciones aparentemente similares, sino a tomar conciencia de su gravedad, abordarlo en toda su profundad, ir a sus raíces, resolverlo en toda su radicalidad, reparar los daños causados y hacer propósito de no repetición.
En los noviciados y seminarios e incluso en no pocos colegios de congregaciones religiosas los aspirantes al sacerdocio y a la vida religiosa y el alumnado escolar estaban obligados —no sé si todavía existe esa práctica— a ponerse en manos de los llamados “padres espirituales”. Considerando que el alumnado carecía de guía moral en sus comportamientos, los padres espirituales se encargaban de dirigir su conciencia, su vida espiritual, sus actitudes, su orientación sexual, así como de controlar sus pasiones enderezándolas por la vía de la represión.
No pocos de los estudios actuales sobre aquellas prácticas consideran que más que de dirección espiritual habría que hablar de abusos espirituales, de violencia de la intimidad espiritual y de violación de la autodeterminación de la persona. Era un abuso de poder espiritual sobre las conciencias, las mentes, las opciones personales, el estilo de vida, la sexualidad, en fin, un abuso contra las personas. Entrar en la vida espiritual de una persona es convertirla en un objeto manipulable y cosificarla.
La teóloga alemana Doris Reisinger, asistente de investigación de la Universidad Goethe de Fráncfort del Meno, define el abuso espiritual como “una violación de la determinación espiritual o una intrusión forzosa en la intimidad espiritual de una persona”. Por tanto, lo mismo que obligar a una persona a practicar un acto sexual no deseado es una agresión sexual, obligar a una persona a realizar un acto espiritual que no desea debe denominarse agresión espiritual, lo mismo que resulta agresión hacer a una persona preguntas o comentarios no deseados.
Estamos ante un claro ejemplo de manipulación espiritual que a veces desemboca en violencia sexual “espiritualizada”, lo que es más grave todavía. Entrometerse en la vida interior de una persona y controlarla es como violar el alma, afirma Hille Haker, catedrática de Teología Moral de la Universidad Loyola de Chicago, con quien coincido en que no es casual que se utilicen juntos los conceptos de abuso espiritual, abuso estructural de poder y el lenguaje de la injusticia sistémica.
Creo que hay que diferenciar entre la violencia ejercida en los abusos sexuales cometidos por clérigos y otros actos de violencia sexual, así como subrayar la especificidad y la gravedad de la primera en función de la identidad de los pederastas. En el caso de la violencia sexual clerical, el agresor se siente revestido de un estatus sagrado y eso genera una relación de intimidad espiritual entre la persona agresora y la agredida. Se produce así un entrelazamiento entre violencia sexual y espiritual.
Otra diferencia agravante es que los abusos sexuales suelen producirse en espacios sagrados o vinculados con lo sagrado: confesionarios, sacristías, campamentos de colegios religiosos, monasterios, casas de ejercicios espirituales, seminarios, noviciados, orfanatos, internados, etc. A esto hay que sumar la negativa del agresor a pedir perdón y a su falta de arrepentimiento, cuando es él quien predica la petición del perdón y llama a sus feligreses a arrepentirse del mal causado a otra persona.
Hay todavía un cuarto agravante en el caso de la pederastia clerical: el pacto institucional de silencio, que se traduce en encubrimiento y complicidad de tamaños crímenes y la imposición de silencio a la víctima o, peor aún, su culpabilización. Más allá de la responsabilidad individual de los clérigos pederastas, yo califico el pacto institucional de silencio de “pecado estructural” en el que incurren sobre todo las autoridades eclesiásticas.
Cuando se trata de agresiones sexuales contra niñas y mujeres se plantea otro problema: el del embarazo tras una violación, que a veces termina en aborto exigido por el propio abusador que en sus prédicas y confesiones condena, o en adopciones forzadas para encubrir al clérigo violador.
La estructura jerárquica, clerical y patriarcal de la Iglesia excluye al pueblo de Dios del poder, niega relaciones de reciprocidad entre los cristianos y las cristianas y tiende a fomentar las diferentes formas de abuso: desde el espiritual al sexual. Coincido con la teóloga keniana Mumbi Kighuta en que “mientras la Iglesia institucional se apoye en la jerarquía, el patriarcado y el clericalismo como su forma y estilo de ser, estará aceptando que la violencia es una parte aceptable de lo que significa formar parte de esa Iglesia”.
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