La cola ha sido una herramienta muy útil desde la aparición de los primeros animales, hace más de 500 millones de años. Los peces la han utilizado para propulsarse por el agua, los dinosaurios guardaban el equilibrio con ellas y los escorpiones las emplean como arma. Más cerca de nuestra especie, hace 25 millones de años, los primates ancestrales las utilizaban como una extremidad más, para agarrarse a las ramas de los árboles donde vivían, igual que hacen ahora los monos del nuevo mundo. Pero algo sucedió entonces que hizo desaparecer ese útil apéndice de nuestra rama evolutiva. Ni los chimpancés, ni los orangutanes, ni los monógamos gibones tienen cola. Tampoco los humanos, al menos de adultos.
Los humanos tienen rabo, pero solo durante un breve instante, entre el primer y el segundo mes de gestación. Por unas semanas, se puede ver la cola, como recuerdo del linaje que compartimos con la infinidad de seres que caminaron y caminan con esa prolongación pegada al culo. Después, la programación genética hace su labor y el rabo se concentra en las entre tres y cinco vértebras fusionadas que forman el coxis. Este cambio se ha asociado a una mayor facilidad para caminar erguido, abandonar los árboles, liberar las manos y comenzar a crear la tecnología que caracteriza a nuestra especie. Sin embargo, hasta hace poco, no se había propuesto un mecanismo genético plausible para explicar ese cambio tan relevante.
La revista Nature publica hoy un trabajo liderado por investigadores de la Universidad de Nueva York, en el que los autores identifican un cambio genético que explicaría la desaparición de la cola. Para dar con esa modificación, los investigadores compararon el ADN de varias especies de monos con cola con el de otras de simios, en busca de variantes genéticas que compartan estos últimos y aquellos no tengan. Así, identificaron el gen TBXT, esencial en el desarrollo embrionario y que, en muchos primates, regula la formación de la cola. “El cambio en el gen que observamos es que, un gen corto saltarín —un fragmento de ADN que se conoce como secuencia Alu— aterrizó en una parte no codificante de un gen”, explica Itai Yanai, autor principal del estudio. Allí, su proximidad a otro elemento Alu cambió la actividad del gen TBXT, que empezó a producir una proteína diferente a la que habitualmente hace crecer la cola.
Para probar su teoría, que ya habían presentado anteriormente en una publicación sin revisar, el equipo de Nueva York, liderado por Bo Xia, modificó ratones para que expresaran formas diferentes del gen TBXT. Cuando producían la variante de la proteína que en humanos, gorilas o chimpancés se genera por el efecto del gen saltarín, los ratones perdían la cola o desarrollaban una cola corta. “Es sorprendente que un cambio anatómico tan grande pueda provocarlo un cambio genético tan pequeño”, afirma Yanai.
Además de la pérdida del rabo, los científicos observaron que los ratones que expresaban esa proteína tenían más probabilidades de sufrir defectos del desarrollo como la espina bífida. Este grupo de malformaciones, conocidas como defectos del tubo neural, se producen en uno de cada mil nacimientos. “Esto sugiere que la presión evolutiva para perder la cola era tan grande que, a pesar de crear la posibilidad de estas enfermedades, aun perdimos la cola”, dice el responsable del estudio, que especula que, como tener cola es algo tan básico para los vertebrados, “eliminarla con una sola mutación puede haber provocado los defectos observados”.
Aunque los resultados ofrecen una explicación a un rasgo tan característico de los humanos y sus parientes más cercanos, los autores reconocen que otros cambios genéticos pueden haber servido para estabilizar ese aspecto. Además, la pérdida de la cola o la reducción de su tamaño ha sucedido varias veces en la evolución de los primates, como atestiguan los loris, los mandriles o los monos de Gibraltar. La disponibilidad de las secuencias genéticas de más especies de primates puede ayudar a comprender estos procesos de evolución convergente en los que un mismo rasgo apareció en momentos diferentes entre animales con presiones ecológicas distintas y, quizá, por mecanismos genéticos distintos.
En un comentario del estudio publicado también en Nature, Miriam Konkel, de la Universidad Clemson, y Emily Casanova, de la Universidad Loyola, ambas en EE UU, recuerdan que, aunque algunos investigadores interpretan que la pérdida de la cola puede ofrecer ventajas evolutivas, como una mayor facilidad para caminar erguido, hay indicios de que “tener cola no impide la locomoción bípeda y puede, incluso, favorecerla”. Como ejemplo, las investigadoras recuerdan a los monos capuchinos, que se sirven de la cola para mantener el equilibrio cuando transportan herramientas de piedra con las manos. “Aunque los humanos transportan habitualmente cargas yendo erguidos, la investigación robótica sugiere que una cola montada alrededor de la cintura puede incrementar la estabilidad”, afirman. Eso haría posible que un rabo pueda ofrecer ventajas adaptativas para los humanos modernos, y mantendría en el misterio la pérdida del apéndice que nuestra familia animal sufrió hace 25 millones de años.
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